lunes, 4 de noviembre de 2013

Miedo, tengo miedo. (especial Hallowen)



Cuando dejas atrás tus temores, te sientes libre”. Spencer Johnson, escritor y psicólogo.

 
 

 

Todos tenemos miedo a algo. Todos sentimos miedo alguna vez. Aquel que no tiene miedo, o es un inconsciente o un mentiroso, quizás un loco. El miedo es algo animal e instintivo. Incontrolable y primitivo. Tanto es así que el Derecho Romano lo ponía como eximente de responsabilidad, el “casus metus”. También se recogen en las Siete Partidas y el artículo 20.6 de nuestro Código Penal así lo incluye “Están exentos de responsabilidad criminal (…) el que obre impulsado por miedo insuperable”.

El miedo, biológicamente hablando, es una adaptación al medio como mecanismo de supervivencia ante adversidades y peligros para responder rápida y eficazmente, huyendo o atacando. Es beneficioso para el individuo.

Visto de modo neurológico, el miedo es una organización del sistema nervioso primario y el sistema límbico (cerebro reptil, el mismo que se encarga de nuestra respiración, hambre o deseo sexual), que activa la amígdala en el lóbulo temporal. Genera adrenalina a raudales por todo nuestro cuerpo, preparándolo para actuar de forma rápida.

Desde el modo de ver psicológico, es un estado afectivo emocional que produce angustia y ansiedad, aun cuando no exista un motivo claro para sentirlo.

Social y culturalmente, se aprende a tener miedo de cosas o situaciones (aunque existen los miedos atávicos o innatos). O a no tenerlo de otras.

El miedo, como el dolor, nos advierte de un peligro para nuestra supervivencia, solo que el miedo puede ser algo que aun nunca nos ha sucedido.

Tememos a la muerte aun cuando nunca hemos muerto.

El grado más alto que se puede medir respecto al miedo es el Terror, y la respuesta máxima a ese miedo es la crisis de pánico. Es posible morir de miedo, o al menos sufrir un ataque al corazón ante un susto o un miedo continuado. El miedo incontrolado y continuo nos puede modificar los hábitos y hasta podemos llegar a tener una angustia y ansiedad tales que podemos deteriorar nuestra salud hasta límites insospechados. El miedo nos puede hacer matarnos o matar.

Existe también ese miedo inexplicable e innato. Aquel que casi todos tenemos y del que se nutren por ejemplo los autores de cine o novelas de terror. El miedo atávico.

La oscuridad, la sangre, la muerte, y los seres extraños o ilógicos.

Analicemos primero qué es un miedo atávico. Atávico es sinónimo de ancestral, hereditario, patrimonial. Es ese miedo que tenemos desde niños sin explicación alguna y sin aprendizaje, ni inculcado ni experimentado. El miedo atávico, aun aprendiendo a dominarlo y hasta incluso superándolo como cosa de la infancia, nos acompaña durante nuestra vida. Prueba de ello es que nos acecha en el lugar donde no podemos controlarlo de forma consciente, nuestros sueños.

    El miedo atávico que primero suele aparecer en nuestra vida es el miedo a la oscuridad.

Desde que ni siquiera éramos pensantes, la noche está llena de peligros, o como diría Melisandre de Asshai: “La noche es oscura y alberga horrores” (Juego de Tronos).

Los primates simios (no todos los primates son simios) son, somos, animales diurnos. Nuestra vista no está adaptada a la oscuridad y por tanto la noche debía ser, y de hecho lo es aun hoy día aunque vivas en una gran ciudad iluminada artificialmente, un peligro. Las bestias más peligrosas cazan de noche. Grandes mamíferos carnívoros, serpientes y cocodrilos, acecharon a nuestro antepasados en las oscuras noches prehistóricas. La noche es oscuridad y por tanto, el miedo permanece aun cuando estemos seguros en nuestra casa o nuestra habitación. Pocos son los que se atreven a entrar en una habitación desconocida a oscuras. Los que estamos habituados a movernos a oscuras por nuestra propia casa habremos tropezado muchas veces con esa silla o ese juguete que alguien, uno mismo, dejó en medio de la sala. O esa puerta del mueble alto de la cocina que dejaste abierta y que ahora cierras con un portazo y cien insultos.

¿Quién se atreve a beber agua de un vaso a oscuras? Me trae la memoria dos casos a este respecto. La primera noche que me tuve que levantar a trabajar, a las seis de la mañana, recién casado. En mi casa dejaba la puerta abierta y ella en la suya la cerraba. Como yo no soportaba la puerta cerrada y ella no podía dormir con la sensación de la puerta abierta de par en par, se quedó a medio cerrar. Me levanté aquella aciaga mañana de otoño, catorce años ha, y para no molestar no encendí luz alguna. No había, como hoy, esos móviles (celulares) linterna con pantalla que ilumina como una mañana primaveral. A tientas, con los brazos extendidos como un sonámbulo, me encaminé hacia la puerta y ¡clonk!... me estampé la hoja en toda la ceja. Los brazos a cada lado de la puerta pasaron sin advertirme, como era su misión, el peligro que me acechaba en aquella noche/madrugada infausta y fatal. A partir de entonces la puerta estaba abierta en verano y cerrada en invierno. Pero el “terror” a encontrarme aquella siniestra lámina de madera, persistió durante meses. Y no queráis leer lo de aquel vaso de agua que dejé de adolescente en mi mesilla una noche (sin tapa de croché como las abuelas) y cuando bebí de madrugada me tragué alguna cosa que flotaba y que no llegué a poder identificar, pero que podría ser una mosca o una polilla.

Pero fuera de estas dos anécdotas personales, la noche y la oscuridad son peligrosas para seres diurnos, por mucho que nos guste trasnochar. Los jóvenes, temerarios y osados, se aventuran una vez pasada la infancia a salir a la noche. Es más, prefieren la noche que oculta sus misteriosas y secretas reuniones, alejadas de niños y adultos que temen la nocturnidad.

     La sangre. El líquido vital por excelencia. Todos conocemos la importancia del cerebro o del corazón para vivir. Sin embargo, es a la sangre a la que desde siempre hemos dado la virtud de ser la portadora de la vida, relegando al cerebro a cuestiones puramente intelectuales y dejando el corazón para las sentimentales.

Todo el mundo es consciente de que la perdida de sangre puede conllevar a la muerte. Su sola visión ya nos indica peligro para nosotros o para quien la derrama. Tan solo ver sangre en algún sitio, sin que haya víctima o tengamos conocimiento de la causa que la generó, nos pone en sobreaviso de que algo malo ha sucedido. Apenas muchos tenemos siquiera conciencia de su color real y la imaginamos roja brillante, cuando en realidad tiende a un color rubí oscuro. Asociamos el rojo al peligro quizás debido al color de la sangre.

¡La sangre es vida! – gritaba Renfield en la obra de Stoker. “Dona sangre, dona vida” reza la publicidad de la campaña de la Cruz Roja.

Al igual que la pérdida de sangre es la muerte, la recuperación de ésta es constituyente de revivir. Cuando aun no existía el concepto de la transfusión sanguínea como uso común, ya se tenía por cierto que habría que encontrar una técnica para recuperar la sangre perdida por medio de la toma del líquido vital por alguna vía. Cuando aun no se conocía la circulación sanguínea se creía que la sangre no estaba estática en nuestro cuerpo, pero que solo se movía para ser consumida por el propio cuerpo desde el hígado. Por ello se pensaba que la forma de introducirla en el cuerpo era por el lugar natural de ingesta.

Debía ser común en la antigüedad el consumo de sangre cuando la Biblia lo prohíbe expresamente: “Sólo tendrás que abstenerte de comer la sangre, porque la sangre es la vida, y tú no debes comer la vida junto con la carne. Por eso, derramarás la sangre en la tierra, como si fuera agua. Así serán felices, tú y tus hijos después de ti, porque habrás realizado lo que es bueno y recto a los ojos del Señor, tu Dios. Pero los dones que debas consagrar al Señor y los que ofrezcas en cumplimiento de un voto, irás a llevarlos al lugar que el Señor elija. Allí harás el holocausto de la carne y de la sangre sobre el altar del Señor, tu Dios. En cuanto a tus sacrificios, la sangre será derramada sobre el altar del Señor, tu Dios, y tú comerás la carne.” Deuteronomio 12, 23-27.

Se prohíbe tomar sangre cualquiera que sea su origen porque es la vida, en ella reside el alma. Sin embargo se permite y es además necesario derramar en la tierra o en el altar porque así regresa a la divinidad que la concedió.

La mayoría de religiones y mitologías tiene a la sangre como receptora del alma. Se ofrece a Sejmet, la diosa leona egipcia, para aplacar su ira. La mayoría de culturas precristianas  europeas exigen sacrificios de sangre. La céltica, la germánica, las clásicas romana y griegas. Las culturas africanas y amerindias exigían sus tributos de sangre derramada sobre la tierra u objetos sagrados para infundirles la fertilidad vital o el alma de los sacrificados. Pero curiosamente es el cristianismo el que convierte el preciado líquido en alimento y unión con el dios que lo representa.

Hoy en día no se concibe la idea (exceptuando algunas religiones) en el mundo occidental de tener el concepto de transfusión de sangre como algo malo, más bien al contrario. Sin embargo, el consumo directo de sangre nos parece algo abominable. Tanto más si la sangre es humana. El juicio de valor tan dispar y paradójico nos viene, creo, de la diferencia en la vía de consumición. La aséptica aguja nos libra de la repulsiva acción de beber tan abominable líquido.

La sangre derramada o el que se alimenta de ella nos produce el mismo miedo, la pérdida de la vida y el alma de aquel que la pierde.

    La muerte es un miedo en sí misma. El ser humano es el único animal consciente de la propia muerte. La muerte es en síntesis lo que nos provoca el miedo. La conciencia de saber que podemos morir. Es lo que provoca la necesidad de creer en algo más allá de la propia muerte. La noción de que si no hay nada, desaparecemos para siempre. La muerte va también asociada al dolor. Mucha gente no teme a la muerte en sí, sino al dolor del tránsito. Los objetos que nos la recuerdan nos causan pavor. Tumbas, féretros, coches funerarios, los propios muertos. Con el miedo a la muerte nos mantienen en vilo continuamente desde que nacemos. Nos controlan, nos dominan, nos someten, nos gobiernan. Es el miedo directamente.

Por ultimo, tememos de forma natural a los seres ilógicos y extraños. Desde la más primitiva comunidad humana, la más antigua y perdida en el tiempo, tuvimos miedo a los seres extraños. Lo desconocido. Todo lo que sale de nuestro mundo conocido es susceptible de ser peligroso. Los animales conocidos los reconocemos como peligrosos o inofensivos, pacíficos o agresivos. Sabemos a qué atenernos. Huir, atacar o simplemente pasar. Pero cualquier animal desconocido nos causa, además de fascinación, un miedo natural. Podemos también temer a otros seres humanos distintos, y de hecho, la violencia más descontrolada del ser humano se ejerce sobre aquellos otros congéneres que nos resultan distintos y extraños. Las otras razas y culturas nos parecen peligrosas hasta que las conocemos. Las opciones religiosas, sociales y sexuales diferentes a las nuestras también. El miedo nos hace huir si estamos en minoría o atacar y destruir en caso contrario.

Los seres ilógicos nos aterran aun más. Los seres ilógicos son aquellos que, o bien por su naturaleza supuestamente inofensiva, o bien por su naturaleza no humana, nos impresionan. Niños terroríficos que bajo su angelical rostro ocultan un asesino. Animales inofensivos aparentemente que de pronto se convierten en peligrosas bestias. Objetos que pasan de ser simples herramientas a armas letales.

Por otro lado encontramos a seres monstruosos cuya apariencia ya nos espanta. Muertos que despiertan y se mueven entre nosotros, seres o animales que se alimentan de personas, fantasmas de gente que regresa de la otra vida, personas deformes o con extraños atributos, monstruos no humanos venidos de otros planetas o creados por otros hombres.

Claro, pero estos últimos, no existen en su mayoría. Lo que ocurre es que como hemos dicho, el miedo humano no tiene que ser por algo existente, no por algo presente y tangible.


La literatura y el cine han aprovechado estos miedos atávicos para explotar un género que desde que se creó allá por el siglo XVIII con la novela “El castillo de Otranto” (Horace Walpole, 1764) nos ha fascinado y aterrorizado en las noches oscuras.

La unión de varios o de todos los elementos que nos atenazan componen las características de la novela o el cine de terror. Monstruos deformes, zombis, brujas, demonios, viejas abadías, casas desvencijadas, lugares solitarios, cementerios abandonados o lúgubres bodegas. Pisadas sangrientas, caníbales y bebedores de sangre. Niños de aspecto angelical que esconden terribles secretos, muñecos inofensivos que cobran vida para atormentar a sus dueños. Doctores y profesores o científicos que incumplen sus doctrinas benefactoras para sucumbir en los más atroces experimentos. Premoniciones y sueños tenebrosos. Macabros crímenes perpetrados por infames personajes. Animales domésticos que se convierten en fieras sedientas de sangre. Largos y oscuros pasillos de hoteles u hospitales que albergan horrores por alguna bárbara y brutal historia cometida antaño entre sus paredes.


Como podemos apreciar hay dos maneras de percibir el terror, que no el miedo (que es aquello que nos produce ese terror). Una es directa y horizontal. Objetos, situaciones y personajes que ya de por sí, con su sola visión, nos induce al miedo. Sangre, muertos, monstruos o lugares relacionados con la muerte o con cosas terroríficas. Por otro el miedo indirecto o transversal. Ese que presenta seres u objetos de apariencia normal y que poco a poco van adquiriendo ese tinte de inquietud, intranquilidad, desasosiego o aprensión que no va introduciendo en el miedo espeluznante y aterrador.

Quizás el primero por obvio nos provoca menos tensión que el segundo. En la vida cotidiana es más fácil encontrar el miedo transversal en personas o animales u objetos que pasan de ser inofensivos a agresivos. La sorpresa amarga de ver a tu lindo perro convertirse en un asesino. O saber que la agradable ancianita del quinto tenía a su esposo en el congelador hecho trozos. O el niñito inocente que mató a su amiguito por un par de cromos. Las tijeras que se convierten en el arma con que alguien mató a su vecino. O esa casa que se convirtió en una trampa mortal para la familia que vivía dentro. De la sorpresa al asombro, del asombro al desconcierto, del desconcierto al pasmo y de este a la conmoción.


Hoy triunfa más una novela o film de terror psicológico que la típica película de monstruos que ha pasado a un nivel casi infantil. Nos extraña el terror que podía producir un “Drácula” de Bela Lugosi sin colmillos ni sangre, solo por su inquietante mirada enmarcada de sombras. El espantoso pero triste rostro del monstruo sin nombre del doctor “Frankenstein”. Los andares cuasi robóticos de “La momia”. El gran hotel de “El resplandor”. La niña del “El exorcista”, mil veces parodiada. Y las ya simpáticas máscaras sangrientas de leatherface de “La matanza de Texas”, Freddy de “Pesadilla en Elm street”, Jason de “Viernes 13”, Michael Myers de “Hallowen”, o el ya hasta gracioso asesino sin nombre de “Scream”. No nos aterra el tiburón de su película homónima, ni King Kong o el perro de los Baskerville (si alguno sabe de aquella película).

La fiesta de Hallowen que acabamos de pasar/sufrir nos revela que esos monstruos han pasado a ser un reclamo infantil que no asustan ya.


Pero aun nos inquietan los pájaros de Hitchcock, y nos trae a la memoria el film un tendido eléctrico lleno de estorninos. O la escena de la ducha de “Psicosis”, y nos asomamos al otro lado de la cortina o la mampara cuando pasa la sombra de alguien, aunque sepamos que es quien convive con nosotros. Nos domina la incertidumbre al acercarnos a una gran casa abandonada o solitaria como la de Amity Ville. Nos acongoja un pasillo de hospital vacío por la noche. Porque es algo en sí inofensivo, pero ¿qué peligro puede acecharnos?

Nos aterra y sin embargo, nos atrae.

En el propio inicio de la fiesta americana de Hallowen de nuevo, podemos apreciar esto. El “Trick or treat”, que aunque hay muchas versiones sobre antiguas tradiciones, la verdad es que apareció en los años 20 del pasado siglo en Chicago, donde bandas de pequeños desarrapados recorrían los barrios disfrazados la noche de Hallowen para pedir un regalo a cambio de no hacer ninguna barrabasada. La traducción de la frase sería “susto o regalo” (no el truco o trato castellanizado) y vendría a ser la amenaza real de esos niños a los pobres habitantes de la ciudad por parte de estos a veces crueles pequeños, amparados en su anonimato, que llegaron a aterrorizar a los ciudadanos de tal manera que las autoridades tuvieron que tomar cartas en el asunto. Como veis, dan más miedo los pequeños ladronzuelos de aparente inocencia, que los monstruos de los que iban disfrazados.


Mucha gente se pregunta, cómo puede atraernos el terror. Cómo nos acercamos precisamente a aquello que más nos asusta. Puede que sea la curiosidad humana, la que nos hizo acercarnos por primera vez a aquel fuego que a otras bestias ahuyenta y nos abrió el camino hacia la humanidad. La que hace que la chica baje al sótano, cuando todos le gritamos que no entre, y el sentido común así lo indicaría.

Pero también puede que tenga un componente hormonal y de aprendizaje.

De todos es sabido que para librarnos de una fobia, los psicólogos utilizan un método de choque. Enfrentarnos a aquello que nos produce miedo en un ambiente seguro del que podamos librarnos cuando queramos, con solo pulsar un botón.

 
El miedo produce una hormona llamada adrenalina. Todos hemos oído hablar de ella. Todos la hemos sentido y sufrido. Es la que nos amarga la boca y nos seca la garganta, nos provoca temblor y nos eriza la piel, nos hace enrojecer y dilata nuestras pupilas… y nos suelta la vejiga y los esfínteres. Si, la hormona del miedo pura y dura. El cuerpo la libera para prepararnos inmediatamente para la acción. Nos libera de peso aliviando nuestro cuerpo de agua y heces, nos hace mejorar la visión dilatándonos las pupilas. Nos hace parecer más grandes erizando nuestro pelo (hoy convertido en vello, pero el cerebro aun no lo ha asumido). Nos pone en tensión haciendo que el azúcar se libere y acuda a los músculos a chorros. Nos hace sudar para volvernos escurridizos y aclimatar la piel para el sobreesfuerzo que nos puede provocar la huida o el ataque inminente. Pero la adrenalina provoca también efectos adversos en el organismo. Aumenta la tensión arterial y los latidos del corazón, el ritmo respiratorio. Esta situación, de dilatarse en el tiempo, puede acarrear problemas serios. Para disminuir la adrenalina, una vez ha cesado el peligro que la provoca, se produce un inhibidor que lleva a los niveles normales a dicha hormona. Estos inhibidores son, dopamina, endorfina y oxitocina. Tres hormonas que son las llamadas, hormonas del placer y del amor.

La oxitocina produce excitación sexual, contracción del útero (por eso se usa para acelerar el parto) y en dosis fuertes el climax del orgasmo. Se provoca con la succión del pezón en las madres lactantes, la estimulación genital y de forma artificial o provocada (como es el caso de la inhibición de la adrenalina).

Las endorfinas son las hormonas de la fidelidad. Provocan tranquilidad y bienestar. La oxitocina las libera por sus efectos opiáceos para atenuar el dolor físico y la excitación. Rebaja así el posible dolor producido por la situación anterior y rebaja los niveles de sudoración, cardiacos y arteriales, y respiratorios. Provoca el placer post orgasmo. Se la llama la de la fidelidad porque son las que nos mantiene unidos a la persona que nos proporciona a través de la excitación sexual un sentimiento de bienestar posterior al que nos hacemos adictos.

La dopamina es una hormona que también crea una sensación de motivación y recompensa ante una situación. Es la hormona del aprendizaje. Algo que nos provoca placer es buscado gracias a esta hormona. Nos enseña a discernir entre el dolor y el placer.

 
La unión de estas cuatro hormonas nos provoca la adicción al miedo como forma de encontrar el placer posterior al cesar dicha situación de miedo. La adrenalina nos predispone, la oxitocina nos prepara y aumenta la tensión que luego al liberar endorfina nos alivia y relaja. La dopamina nos hace buscar ese miedo para conseguir el placer posterior. En ello se basan también los deportes de riesgo. El aprendizaje nos lleva a comprender que ese miedo es intrascendente e inocuo.

En definitiva, un peligro para la vida, pero en la sociedad civilizada actual, el estimulo del miedo real es fundado al vivir en un mundo aséptico. Ello nos hace reaccionar con autentico pánico, el miedo al máximo nivel, cuando el peligro se vuelve real y tangible.

No veréis a personas que vivan en lugares con un peligro real y cercano, yendo ver películas de miedo, porque no lo necesitan ni les conviene. El peligro allí es real y cercano, doméstico.

Para no cargar más esta entrada anuncio, para regocijo de algunos amigos que me lo han pedido, que publicaré una entrada sobre mis miedos atávicos. Hasta entonces, cuidado por donde caminais. Mirad siempre atrás.
 
 

1 comentario:

pepe dijo...

Hay dos sentimientos incontrolable, el miedo y el amor.