“Cuando dejas atrás
tus temores, te sientes libre”. Spencer Johnson, escritor y psicólogo.
Todos tenemos miedo a algo. Todos sentimos miedo alguna vez.
Aquel que no tiene miedo, o es un inconsciente o un mentiroso, quizás un loco.
El miedo es algo animal e instintivo. Incontrolable y primitivo. Tanto es así
que el Derecho Romano lo ponía como eximente de responsabilidad, el “casus
metus”. También se recogen en las Siete Partidas y el artículo 20.6 de nuestro
Código Penal así lo incluye “Están exentos de responsabilidad
criminal (…) el que obre impulsado por miedo insuperable”.
El miedo, biológicamente
hablando, es una adaptación al medio como mecanismo de supervivencia ante
adversidades y peligros para responder rápida y eficazmente, huyendo o
atacando. Es beneficioso para el individuo.
Visto de modo neurológico, el
miedo es una organización del sistema nervioso primario y el sistema límbico
(cerebro reptil, el mismo que se encarga de nuestra respiración, hambre o deseo
sexual), que activa la amígdala en el
lóbulo temporal. Genera adrenalina a raudales por todo nuestro cuerpo,
preparándolo para actuar de forma rápida.
Desde el modo de ver
psicológico, es un estado afectivo emocional que produce angustia y ansiedad,
aun cuando no exista un motivo claro para sentirlo.
Social y culturalmente, se
aprende a tener miedo de cosas o situaciones (aunque existen los miedos
atávicos o innatos). O a no tenerlo de otras.
El miedo, como el dolor, nos
advierte de un peligro para nuestra supervivencia, solo que el miedo puede ser
algo que aun nunca nos ha sucedido.
Tememos a la muerte aun
cuando nunca hemos muerto.
El grado más alto que se
puede medir respecto al miedo es el Terror, y la respuesta máxima a ese miedo
es la crisis de pánico. Es posible morir de miedo, o al menos sufrir un ataque
al corazón ante un susto o un miedo continuado. El miedo incontrolado y
continuo nos puede modificar los hábitos y hasta podemos llegar a tener una
angustia y ansiedad tales que podemos deteriorar nuestra salud hasta límites
insospechados. El miedo nos puede hacer matarnos o matar.
Existe también ese miedo
inexplicable e innato. Aquel que casi todos tenemos y del que se nutren por
ejemplo los autores de cine o novelas de terror. El miedo atávico.
La oscuridad, la sangre, la
muerte, y los seres extraños o ilógicos.
Analicemos primero qué es un
miedo atávico. Atávico es sinónimo de ancestral, hereditario, patrimonial. Es
ese miedo que tenemos desde niños sin explicación alguna y sin aprendizaje, ni
inculcado ni experimentado. El miedo atávico, aun aprendiendo a dominarlo y
hasta incluso superándolo como cosa de la infancia, nos acompaña durante
nuestra vida. Prueba de ello es que nos acecha en el lugar donde no podemos
controlarlo de forma consciente, nuestros sueños.
El miedo atávico que primero suele aparecer
en nuestra vida es el miedo a la oscuridad.
Desde que ni siquiera éramos
pensantes, la noche está llena de peligros, o como diría Melisandre de Asshai:
“La noche es oscura y alberga horrores” (Juego de Tronos).
Los primates simios (no todos
los primates son simios) son, somos, animales diurnos. Nuestra vista no está
adaptada a la oscuridad y por tanto la noche debía ser, y de hecho lo es aun
hoy día aunque vivas en una gran ciudad iluminada artificialmente, un peligro.
Las bestias más peligrosas cazan de noche. Grandes mamíferos carnívoros,
serpientes y cocodrilos, acecharon a nuestro antepasados en las oscuras noches
prehistóricas. La noche es oscuridad y por tanto, el miedo permanece aun cuando
estemos seguros en nuestra casa o nuestra habitación. Pocos son los que se
atreven a entrar en una habitación desconocida a oscuras. Los que estamos
habituados a movernos a oscuras por nuestra propia casa habremos tropezado
muchas veces con esa silla o ese juguete que alguien, uno mismo, dejó en medio
de la sala. O esa puerta del mueble alto de la cocina que dejaste abierta y que
ahora cierras con un portazo y cien insultos.
¿Quién se atreve a beber agua
de un vaso a oscuras? Me trae la memoria dos casos a este respecto. La primera
noche que me tuve que levantar a trabajar, a las seis de la mañana, recién
casado. En mi casa dejaba la puerta abierta y ella en la suya la cerraba. Como
yo no soportaba la puerta cerrada y ella no podía dormir con la sensación de la
puerta abierta de par en par, se quedó a medio cerrar. Me levanté aquella
aciaga mañana de otoño, catorce años ha, y para no molestar no encendí luz
alguna. No había, como hoy, esos móviles (celulares) linterna con pantalla que
ilumina como una mañana primaveral. A tientas, con los brazos extendidos como
un sonámbulo, me encaminé hacia la puerta y ¡clonk!... me estampé la hoja en
toda la ceja. Los brazos a cada lado de la puerta pasaron sin advertirme, como
era su misión, el peligro que me acechaba en aquella noche/madrugada infausta y
fatal. A partir de entonces la puerta estaba abierta en verano y cerrada en
invierno. Pero el “terror” a encontrarme aquella siniestra lámina de madera, persistió
durante meses. Y no queráis leer lo de aquel vaso de agua que dejé de
adolescente en mi mesilla una noche (sin tapa de croché como las abuelas) y
cuando bebí de madrugada me tragué alguna cosa que flotaba y que no llegué a
poder identificar, pero que podría ser una mosca o una polilla.
Pero fuera de estas dos
anécdotas personales, la noche y la oscuridad son peligrosas para seres
diurnos, por mucho que nos guste trasnochar. Los jóvenes, temerarios y osados,
se aventuran una vez pasada la infancia a salir a la noche. Es más, prefieren
la noche que oculta sus misteriosas y secretas reuniones, alejadas de niños y
adultos que temen la nocturnidad.
La sangre. El líquido vital por
excelencia. Todos conocemos la importancia del cerebro o del corazón para
vivir. Sin embargo, es a la sangre a la que desde siempre hemos dado la virtud
de ser la portadora de la vida, relegando al cerebro a cuestiones puramente
intelectuales y dejando el corazón para las sentimentales.
Todo el mundo es consciente
de que la perdida de sangre puede conllevar a la muerte. Su sola visión ya nos
indica peligro para nosotros o para quien la derrama. Tan solo ver sangre en
algún sitio, sin que haya víctima o tengamos conocimiento de la causa que la
generó, nos pone en sobreaviso de que algo malo ha sucedido. Apenas muchos
tenemos siquiera conciencia de su color real y la imaginamos roja brillante,
cuando en realidad tiende a un color rubí oscuro. Asociamos el rojo al peligro
quizás debido al color de la sangre.
¡La sangre es vida! – gritaba
Renfield en la obra de Stoker. “Dona sangre, dona vida” reza la publicidad de
la campaña de la Cruz Roja.
Al igual que la pérdida de
sangre es la muerte, la recuperación de ésta es constituyente de revivir.
Cuando aun no existía el concepto de la transfusión sanguínea como uso común,
ya se tenía por cierto que habría que encontrar una técnica para recuperar la
sangre perdida por medio de la toma del líquido vital por alguna vía. Cuando
aun no se conocía la circulación sanguínea se creía que la sangre no estaba estática
en nuestro cuerpo, pero que solo se movía para ser consumida por el propio
cuerpo desde el hígado. Por ello se pensaba que la forma de introducirla en el
cuerpo era por el lugar natural de ingesta.
Debía ser común en la
antigüedad el consumo de sangre cuando la Biblia lo prohíbe expresamente: “Sólo tendrás que abstenerte de comer la sangre, porque
la sangre es la vida, y tú no debes comer la vida junto con la carne. Por eso,
derramarás la sangre en la tierra, como si fuera agua. Así serán felices, tú y
tus hijos después de ti, porque habrás realizado lo que es bueno y recto a los
ojos del Señor, tu Dios. Pero los dones que debas consagrar al Señor y los que
ofrezcas en cumplimiento de un voto, irás a llevarlos al lugar que el Señor
elija. Allí harás el holocausto de la carne y de la sangre sobre el altar del
Señor, tu Dios. En cuanto a tus sacrificios, la sangre será derramada sobre el
altar del Señor, tu Dios, y tú comerás la carne.” Deuteronomio 12, 23-27.
Se prohíbe tomar sangre
cualquiera que sea su origen porque es la vida, en ella reside el alma. Sin
embargo se permite y es además necesario derramar en la tierra o en el altar
porque así regresa a la divinidad que la concedió.
La mayoría de religiones y
mitologías tiene a la sangre como receptora del alma. Se ofrece a Sejmet, la
diosa leona egipcia, para aplacar su ira. La mayoría de culturas precristianas europeas exigen sacrificios de sangre. La
céltica, la germánica, las clásicas romana y griegas. Las culturas africanas y
amerindias exigían sus tributos de sangre derramada sobre la tierra u objetos
sagrados para infundirles la fertilidad vital o el alma de los sacrificados.
Pero curiosamente es el cristianismo el que convierte el preciado líquido en
alimento y unión con el dios que lo representa.
Hoy en día no se concibe la
idea (exceptuando algunas religiones) en el mundo occidental de tener el
concepto de transfusión de sangre como algo malo, más bien al contrario. Sin
embargo, el consumo directo de sangre nos parece algo abominable. Tanto más si
la sangre es humana. El juicio de valor tan dispar y paradójico nos viene,
creo, de la diferencia en la vía de consumición. La aséptica aguja nos libra de
la repulsiva acción de beber tan abominable líquido.
La sangre derramada o el que
se alimenta de ella nos produce el mismo miedo, la pérdida de la vida y el alma
de aquel que la pierde.
La muerte es un miedo en sí misma. El ser
humano es el único animal consciente de la propia muerte. La muerte es en
síntesis lo que nos provoca el miedo. La conciencia de saber que podemos morir.
Es lo que provoca la necesidad de creer en algo más allá de la propia muerte.
La noción de que si no hay nada, desaparecemos para siempre. La muerte va
también asociada al dolor. Mucha gente no teme a la muerte en sí, sino al dolor
del tránsito. Los objetos que nos la recuerdan nos causan pavor. Tumbas,
féretros, coches funerarios, los propios muertos. Con el miedo a la muerte nos
mantienen en vilo continuamente desde que nacemos. Nos controlan, nos dominan,
nos someten, nos gobiernan. Es el miedo directamente.
Por ultimo, tememos de forma
natural a los seres ilógicos y extraños. Desde la más primitiva comunidad
humana, la más antigua y perdida en el tiempo, tuvimos miedo a los seres
extraños. Lo desconocido. Todo lo que sale de nuestro mundo conocido es
susceptible de ser peligroso. Los animales conocidos los reconocemos como
peligrosos o inofensivos, pacíficos o agresivos. Sabemos a qué atenernos. Huir,
atacar o simplemente pasar. Pero cualquier animal desconocido nos causa, además
de fascinación, un miedo natural. Podemos también temer a otros seres humanos
distintos, y de hecho, la violencia más descontrolada del ser humano se ejerce
sobre aquellos otros congéneres que nos resultan distintos y extraños. Las
otras razas y culturas nos parecen peligrosas hasta que las conocemos. Las
opciones religiosas, sociales y sexuales diferentes a las nuestras también. El
miedo nos hace huir si estamos en minoría o atacar y destruir en caso
contrario.
Los seres ilógicos nos
aterran aun más. Los seres ilógicos son aquellos que, o bien por su naturaleza
supuestamente inofensiva, o bien por su naturaleza no humana, nos impresionan.
Niños terroríficos que bajo su angelical rostro ocultan un asesino. Animales
inofensivos aparentemente que de pronto se convierten en peligrosas bestias. Objetos
que pasan de ser simples herramientas a armas letales.
Por otro lado encontramos a
seres monstruosos cuya apariencia ya nos espanta. Muertos que despiertan y se
mueven entre nosotros, seres o animales que se alimentan de personas, fantasmas
de gente que regresa de la otra vida, personas deformes o con extraños
atributos, monstruos no humanos venidos de otros planetas o creados por otros
hombres.
Claro, pero estos últimos, no
existen en su mayoría. Lo que ocurre es que como hemos dicho, el miedo humano
no tiene que ser por algo existente, no por algo presente y tangible.
La literatura y el cine han
aprovechado estos miedos atávicos para explotar un género que desde que se creó
allá por el siglo XVIII con la novela “El castillo de Otranto” (Horace Walpole,
1764) nos ha fascinado y aterrorizado en las noches oscuras.
La unión de varios o de todos
los elementos que nos atenazan componen las características de la novela o el
cine de terror. Monstruos deformes, zombis, brujas, demonios, viejas abadías,
casas desvencijadas, lugares solitarios, cementerios abandonados o lúgubres
bodegas. Pisadas sangrientas, caníbales y bebedores de sangre. Niños de aspecto
angelical que esconden terribles secretos, muñecos inofensivos que cobran vida
para atormentar a sus dueños. Doctores y profesores o científicos que incumplen
sus doctrinas benefactoras para sucumbir en los más atroces experimentos. Premoniciones
y sueños tenebrosos. Macabros crímenes perpetrados por infames personajes. Animales
domésticos que se convierten en fieras sedientas de sangre. Largos y oscuros
pasillos de hoteles u hospitales que albergan horrores por alguna bárbara y
brutal historia cometida antaño entre sus paredes.
Como podemos apreciar hay dos
maneras de percibir el terror, que no el miedo (que es aquello que nos produce
ese terror). Una es directa y horizontal. Objetos, situaciones y personajes que
ya de por sí, con su sola visión, nos induce al miedo. Sangre, muertos,
monstruos o lugares relacionados con la muerte o con cosas terroríficas. Por otro
el miedo indirecto o transversal. Ese que presenta seres u objetos de
apariencia normal y que poco a poco van adquiriendo ese tinte de inquietud,
intranquilidad, desasosiego o aprensión que no va introduciendo en el miedo espeluznante
y aterrador.
Quizás el primero por obvio
nos provoca menos tensión que el segundo. En la vida cotidiana es más fácil
encontrar el miedo transversal en personas o animales u objetos que pasan de
ser inofensivos a agresivos. La sorpresa amarga de ver a tu lindo perro
convertirse en un asesino. O saber que la agradable ancianita del quinto tenía
a su esposo en el congelador hecho trozos. O el niñito inocente que mató a su amiguito
por un par de cromos. Las tijeras que se convierten en el arma con que alguien
mató a su vecino. O esa casa que se convirtió en una trampa mortal para la
familia que vivía dentro. De la sorpresa al asombro, del asombro al
desconcierto, del desconcierto al pasmo y de este a la conmoción.
Hoy triunfa más una novela o
film de terror psicológico que la típica película de monstruos que ha pasado a
un nivel casi infantil. Nos extraña el terror que podía producir un “Drácula”
de Bela Lugosi sin colmillos ni sangre, solo por su inquietante mirada
enmarcada de sombras. El espantoso pero triste rostro del monstruo sin nombre
del doctor “Frankenstein”. Los andares cuasi robóticos de “La momia”. El gran
hotel de “El resplandor”. La niña del “El exorcista”, mil veces parodiada. Y las
ya simpáticas máscaras sangrientas de leatherface de “La matanza de Texas”, Freddy
de “Pesadilla en Elm street”, Jason de “Viernes 13”, Michael Myers de “Hallowen”,
o el ya hasta gracioso asesino sin nombre de “Scream”. No nos aterra el tiburón
de su película homónima, ni King Kong o el perro de los Baskerville (si alguno sabe
de aquella película).
La fiesta de Hallowen que
acabamos de pasar/sufrir nos revela que esos monstruos han pasado a ser un
reclamo infantil que no asustan ya.
Pero aun nos inquietan los pájaros
de Hitchcock, y nos trae a la memoria el film un tendido eléctrico lleno de
estorninos. O la escena de la ducha de “Psicosis”, y nos asomamos al otro lado
de la cortina o la mampara cuando pasa la sombra de alguien, aunque sepamos que
es quien convive con nosotros. Nos domina la incertidumbre al acercarnos a una gran
casa abandonada o solitaria como la de Amity Ville. Nos acongoja un pasillo de
hospital vacío por la noche. Porque es algo en sí inofensivo, pero ¿qué peligro
puede acecharnos?
Nos aterra y sin embargo, nos
atrae.
En el propio inicio de la
fiesta americana de Hallowen de nuevo, podemos apreciar esto. El “Trick or
treat”, que aunque hay muchas versiones sobre antiguas tradiciones, la verdad
es que apareció en los años 20 del pasado siglo en Chicago, donde bandas de
pequeños desarrapados recorrían los barrios disfrazados la noche de Hallowen
para pedir un regalo a cambio de no hacer ninguna barrabasada. La traducción de
la frase sería “susto o regalo” (no el truco o trato castellanizado) y vendría
a ser la amenaza real de esos niños a los pobres habitantes de la ciudad por
parte de estos a veces crueles pequeños, amparados en su anonimato, que
llegaron a aterrorizar a los ciudadanos de tal manera que las autoridades
tuvieron que tomar cartas en el asunto. Como veis, dan más miedo los pequeños
ladronzuelos de aparente inocencia, que los monstruos de los que iban
disfrazados.
Mucha gente se pregunta, cómo
puede atraernos el terror. Cómo nos acercamos precisamente a aquello que más
nos asusta. Puede que sea la curiosidad humana, la que nos hizo acercarnos por
primera vez a aquel fuego que a otras bestias ahuyenta y nos abrió el camino
hacia la humanidad. La que hace que la chica baje al sótano, cuando todos le
gritamos que no entre, y el sentido común así lo indicaría.
Pero también puede que tenga
un componente hormonal y de aprendizaje.
De todos es sabido que para
librarnos de una fobia, los psicólogos utilizan un método de choque. Enfrentarnos
a aquello que nos produce miedo en un ambiente seguro del que podamos librarnos
cuando queramos, con solo pulsar un botón.
El miedo produce una hormona
llamada adrenalina. Todos hemos oído hablar de ella. Todos la hemos sentido y
sufrido. Es la que nos amarga la boca y nos seca la garganta, nos provoca
temblor y nos eriza la piel, nos hace enrojecer y dilata nuestras pupilas… y
nos suelta la vejiga y los esfínteres. Si, la hormona del miedo pura y dura. El
cuerpo la libera para prepararnos inmediatamente para la acción. Nos libera de
peso aliviando nuestro cuerpo de agua y heces, nos hace mejorar la visión dilatándonos
las pupilas. Nos hace parecer más grandes erizando nuestro pelo (hoy convertido
en vello, pero el cerebro aun no lo ha asumido). Nos pone en tensión haciendo
que el azúcar se libere y acuda a los músculos a chorros. Nos hace sudar para
volvernos escurridizos y aclimatar la piel para el sobreesfuerzo que nos puede
provocar la huida o el ataque inminente. Pero la adrenalina provoca también efectos
adversos en el organismo. Aumenta la tensión arterial y los latidos del corazón,
el ritmo respiratorio. Esta situación, de dilatarse en el tiempo, puede
acarrear problemas serios. Para disminuir la adrenalina, una vez ha cesado el
peligro que la provoca, se produce un inhibidor que lleva a los niveles
normales a dicha hormona. Estos inhibidores son, dopamina, endorfina y
oxitocina. Tres hormonas que son las llamadas, hormonas del placer y del amor.
La oxitocina produce excitación
sexual, contracción del útero (por eso se usa para acelerar el parto) y en
dosis fuertes el climax del orgasmo. Se provoca con la succión del pezón en las
madres lactantes, la estimulación genital y de forma artificial o provocada (como
es el caso de la inhibición de la adrenalina).
Las endorfinas son las
hormonas de la fidelidad. Provocan tranquilidad y bienestar. La oxitocina las
libera por sus efectos opiáceos para atenuar el dolor físico y la excitación. Rebaja
así el posible dolor producido por la situación anterior y rebaja los niveles
de sudoración, cardiacos y arteriales, y respiratorios. Provoca el placer post
orgasmo. Se la llama la de la fidelidad porque son las que nos mantiene unidos
a la persona que nos proporciona a través de la excitación sexual un
sentimiento de bienestar posterior al que nos hacemos adictos.
La dopamina es una hormona
que también crea una sensación de motivación y recompensa ante una situación. Es
la hormona del aprendizaje. Algo que nos provoca placer es buscado gracias a
esta hormona. Nos enseña a discernir entre el dolor y el placer.
La unión de estas cuatro
hormonas nos provoca la adicción al miedo como forma de encontrar el placer
posterior al cesar dicha situación de miedo. La adrenalina nos predispone, la
oxitocina nos prepara y aumenta la tensión que luego al liberar endorfina nos alivia
y relaja. La dopamina nos hace buscar ese miedo para conseguir el placer
posterior. En ello se basan también los deportes de riesgo. El aprendizaje nos
lleva a comprender que ese miedo es intrascendente e inocuo.
En definitiva, un peligro
para la vida, pero en la sociedad civilizada actual, el estimulo del miedo real
es fundado al vivir en un mundo aséptico. Ello nos hace reaccionar con
autentico pánico, el miedo al máximo nivel, cuando el peligro se vuelve real y
tangible.
No veréis a personas que
vivan en lugares con un peligro real y cercano, yendo ver películas de miedo,
porque no lo necesitan ni les conviene. El peligro allí es real y cercano, doméstico.
1 comentario:
Hay dos sentimientos incontrolable, el miedo y el amor.
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